La postal más hermosa del mundo

LA MELANCOLÍA DEL TURISTA

Va para dos décadas ya. Aquella noche de 2003 viví una de esa experiencias escénicas inolvidables, por más que pasen los años y se sucedan las noches de estreno. Dos “locos” del teatro de objetos, los Hermanos Oligor, encerrados en una pequeña barraca, regalaron a un puñado de afortunados espectadores la maravillosa historia de amor Las tribulaciones de Virginia. Acudo con emoción pero algo temeroso de la decepción -cantaba Sabina aquello de “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”- a ver de nuevo a Jomi Oligor, que regresa a Madrid, dentro de la programación del Festival de Otoño. Lo hace junto a Microscopía, alter ego de la mexicana Shaday Larios, con quien ya ha estrenado en los pasados años dos montajes y con la que ahora trae a Matadero La melancolía del turista. Y ya les adelanto que dentro de otras dos décadas, si sigo por aquí, recordaré probabemente esta nueva poesía visual de Oligor y compañía, esta nueva barraca, en tiempos de Covid-19, pero tan hermosa como aquella otra.

Oligor y Larios nos envían una postal desde el pasado. Una instantánea minuciosa y delicada. Una carta que rebosa amor. Viajan con sus objetos, sus diminutas figuras y máquinas, a dos ciudades que son solo una sombra de su esplendor pasado: La Habana y Acapulco. Disciernen entre el turista y el viajero. Todos querríamos ser lo segundo, pocos consiguen ser lo primero. Ellos se detienen en las personas, logrando así el objetivo. En La Habana, entre “haigas” reconvertidos en taxis e imágenes del malecón atestado de jóvenes, encuentran a Guillermina Delis Barrientos, que es casi parte del paisaje, la mujer pintoresca del habano con la que durante décadas los turistas se han fotografiado. En Acapulco rastrean la historia de Juan Obregón “El Peque”, una institución entre los clavadistas.

Hay una delicadeza exquisita en la narración y los textos de fondo, proyectados o dichos, en la escena, en cada objeto, cada caja de puros reconvertida en una fotografía luminosa, cada polaroid y cada fotografía en sepia, un todo que es la habitación infantil que todo niño querría haber tenido y a la vez la mirada más adulta imaginable a nuestra relación con los lugares exóticos, un pequeño viaje de una hora larga que nos habla de los espacios y sus habitantes, de la huella que dejan y de cómo con cada fotografía las personas parecen deshacerse, morir un poco.

Larios y Oligor juegan con las sensaciones, con las pausas y los silencios, con los olores incluso, transportándonos a la vieja Habana con esencias flotantes de tabaco puro, mientras su teatrillo portátil repleto de engranajes y rieles nos demuestra que no hace falta un Delorean para viajar al pasado, y que con la ayuda de una maquinaria sencilla y artesanal se puede hacer poesía.   

En circunstancias normales, asistir a uno de sus montajes en esa barraca para 40 personas tiene algo de comunión, de experiencia compartida entre los susurros y el ritmo pausado de Jomi Oligor

Oligor y Microscopía tienen un universo propio, o más bien un microverso, encerrado en esa bola de cristal con nieve que son sus espectáculos, que transcurren en una grada móvil que los acompaña a todos lados. En circunstancias normales, asistir a uno de sus montajes en esa barraca para 40 personas tiene algo de comunión, de experiencia compartida entre los susurros y el ritmo pausado de Jomi Oligor, un riojano con un tempo que no pertenece a este siglo que ejerce de maestro de ceremonias y narrador. En el contexto Covid actual,  que les ha obligado a reducir el aforo a 16 personas, la sensación de asistir a una experiencia única y privilegiada, a un encuentro que va más allá de lo teatral en el que creador y público son cómplices, se multiplica para deleite de los afortunados espectadores y, supongo, muy a pesar de quienes tienen que vivir de esto.

Acaba el viaje en dos partes a La Habana y Acapulco. Terminan de girar las ruedas, se detienen las cuerdas que transportan postales, se apagan las pantallas sobre las que se proyectan fotografías descoloridas, enmudecen las voces que ejercen de memoria de lugares cuyo brillo se apaga. Es probable que dentro de días, semanas o meses el público no retenga ya los nombres de Guillermina o del “Peque”. Es lo que tiene la prisa en que vivimos. Pero algo quedará, al menos un recuerdo. Y la esperanza de que no pase mucho tiempo hasta la próxima visita de Jomi y Shaday.


Creación, realización e interpretación: Shaday Larios y Jomi Oligor. Colaboración poética: Ángel Hernández. Música: Nico Roig. Colaboración inventiva: Ivan Puig y Jordi Fondevila. Colaboración musical y sonora: Suetszu & Jayrope. Dibujos: Pepe Oligor. Matadero Madrid-Las Naves del Español. Madrid.

Estrellas Volodia

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