EL BURLADOR DE SEVILLA
Vuelve la CNTC a uno de los textos más emblemáticos de nuestro teatro clásico, El burlador de Sevilla, esta vez de la mano de Xavier Albertí, autor de la versión y director. Adolfo Marsillach lo montó con la compañía pública en 1988, con versión de Carmen Martín Gaite. A aquel no llegué -andaba uno en EGB entonces- pero sí al de Miguel Narros, con texto adaptado por José Hierro, en 2003, y al siguiente, firmado por Borja Ortiz de Gondra y dirigido por Josep María Mestres en 2018. Este nuevo de Albertí apuesta por una búsqueda similar al último, alejando todo color, humor o vitalidad. Una frialdad que sabotea cualquier línea de Catalinón, el lacayo gracioso, y que acaba por calar como la lluvia fría de invierno en el espectador. Incluso aquel de Gondra y Mestres tenía en el Don Juan de Raúl Prieto una chulería de barrio que lo acercaba. Todo en esta nueva estampa del Clásico es distante, hierático, escultórico.
Los enamorados del teatro de Robert Wilson quizá valoren una dirección de actores que condena a los protagonistas al minimalismo expresivo -sin la explosión visual del teatro del texano-, una tendencia en boga en el teatro centroeuropeo que poco tiene que ver con el carácter mediterráneo, ígneo y descontrolado del Don Juan. Nuestro Mañara no nació en Helsinki, sino en la Bética, y es extraño este afán por hacer de él una especie de autómata. Vendido así, por más que acompañe su presencia sobre el escenario -con desnudo integral de arranque como carta de presentación-, el seductor que compone Mikel Arostegui Tolivar tiene poco pase si lo alejamos del terreno de lo patológico. Quizá ese sea el mensaje de Albertí, tan en línea con los tiempos que corren: Don Juan no sería ya un hombre éticamente cuestionable, sino un villano en toda regla. No hay emoción ni juego en el personaje, solo maldad fría y pura.
Nuestro Mañara no nació en Helsinki, sino en la Bética, y es extraño este afán por hacer de él una especie de autómata. Vendido así, el seductor que compone Mikel Arostegui Tolivar tiene poco pase
Salvan los muebles un Arturo Querejeta de solidez por encima de cualquier precepto absurdo en los papeles “gemelos” del padre y el tío del Tenorio, un Rafa Castejón muy digno como Don Gonzalo de Ulloa, y un estupendo David Soto Giganto, que se crece en el Batricio, el marido agraviado de monólogo memorable.
Alba Enríquez (Arminta), Cristina Arias (Isabela y Belisa), Isabel Rodes (Tisbea) y Lara Grube (Doña Ana) son el cuarteto femenino que sufre los desaires, abusos, promesas incumplidas y traiciones de Don Juan. Las cuatro actrices aportan el fuego que les deja el código del montaje, escapándose como pueden con algo de emoción y talento, pero sin poder, claro, dejar de ser seres gélidos a los que cuesta asociar a una desgracia. Como ocurre con casi todo el reparto, son convidados de piedra también en esta historia.
Albertí lleva esa contención a la puesta en escena, con la firma de Max Glaenzel en la escenografía, una larga mesa giratoria y un cortinaje que crean un espacio abstracto e impersonal. Un purgatorio para los sentimientos en el que todo está, como decía la vieja broma, a cero grados: ni frío ni calor. Tiene el montaje algún momento de belleza, como la lluvia fina que empapa a los actores, y una apuesta por el distanciamiento a través de la farsa también: Antonio Comas, actor y músico, combina su papel de Rey con números al piano y pito de caña -ese silbato que tiene toda chirigota que se precie-, una comicidad que choca con la austeridad expresiva del montaje.
Don Juan burla a las mujeres y roba su honor -era entonces la prenda más valiosa- con burdos engaños como valerse de la oscuridad para hacerse pasar por otro. Qué poco creíbles son ciertas confusiones de identidad hoy en día, pero levantemos aquí el velo de la “suspensión de la incredulidad”, o nos cargaremos buena parte del teatro clásico.
Albertí lleva esa contención a la puesta en escena, con la firma de Max Glaenzel en la escenografía, una larga mesa giratoria y un cortinaje que crean un espacio abstracto e impersonal
Burlador, pues, asesino incluso, con la muerte de Don Gonzalo de Ulloa. Sin defender a semejante regalo, un tipo que merece todo oprobio y es carne de presidio o de condena eterna si nos vamos a lo divino, como es el caso, el teatro contemporáneo se ha empeñado en hacerle pagar de otros modos. Quizá porque no gusta hoy aquello del “qué largo me lo fiaís” y se quiere que la condena sea inmediata. Blanca Portillo convirtió a su Tenorio (aquel era el de Zorrilla) en un fiasco de gatillazo -la destrucción del mito a través de la burla de su masculinidad, si es que quedaba algo del mito a estas alturas- y Albertí viene a decirnos que tanta maldad solo cabe en un psicópata sin emoción, piedad ni pasión. No hace lo que hace porque le muevan las entrañas y no atienda a las consecuencias: quiere hacer el mal. Por supuesto, esto es una lectura y cada espectador tendrá la suya.
Autor: atribuido a Tirso de Molina. Versión: Xavier Albertí. Dirección: Xavier Albertí. Intérpretes: Jonás Alonso, Miguel Ángel Amor, Cristina Arias, Mikel Arostegui Tolivar, Rafa Castejón, Antonio Comas, Alba Enríquez, Lara Grube, Álvaro de Juan, Arturo Querejeta, Isabel Rodes, David Soto Giganto, Jorge Varandela. Escenografía: Max Glaenzel. Iluminacion: Juan Gómez Cornejo. Dramaturgista: Albert Arribas. Sonido: Mariano García. Vestuario: Marian García Milla. Teatro de la Comedia. Madrid.
Estoy bastante de acuerdo con esta crítica. Una de mis obras preferidas del teatro clásico español me decepcionó en este montaje. La escena de Tienes, con su fuego , por ejemplo, apareció desvaída. Y a los maravillosos actores se les notaba casi reprimidos.