Más vino y menos Platón

ACASTOS. ¿PARA QUÉ SIRVE EL TEATRO?

A riesgo de que me acusen de frívolo, voy a atreverme: Acastos. ¿Para qué sirve el teatro? es una de las obras más interesantes en su planteamiento y a la vez más condenadas a priori a aburrir al espectador sin remisión. Cabe responder a la pregunta del título con otra. En vez de ¿para qué sirve el teatro?, quizá deberíamos preguntarnos ¿qué es el teatro? Y por extensión, ¿qué no es? No sé si puedo responder a la primera fácilmente, pero sí a la segunda: el teatro -entre otras muchas cosas- no es filosofía.

Me explico: no digo que el teatro no pueda contener, transmitir, abogar por la filosofía. No debe darle la espalda ni renunciar a ella. La filosofía no es más que el amor al saber. Pero el teatro no puede convertirse en filosofía. De la misma manera que no lo hacen la poesía, la música o las artes plásticas.

No es que lo que cuenta Acastos no sea apasionante. Reúne un conjunto de temas de gran  interés y tiene detrás la mano sabia de Javier Gomá como asesor. Pero una obra no debe ser un ensayo desprovisto de alma. Y no basta para ello con ponerle cuerpo. Puede invitar a pensar, pero debe haber en ella ritual, vida, máscara. Las ideas deben fluir entre sus líneas, no ser lanzadas al espectador. ¿Imaginan una obra de teatro en la que el texto estuviera formado por fórmulas matemáticas o ecuaciones de física? Algo similar ocurre aquí con un texto que es filosofía sin aditamentos ni disfraces. Para eso es mejor leer tranquilamente en casa las reflexiones propuestas, marcador fluorescente en mano -quien firma al menos-, mascando cada idea, peleándose con cada duda y cada contradicción hasta entenderlas, asirlas, aceptarlas o desecharlas. Pretender lograr esa comunión entre espectador e ideas sobre un escenario es como intentar lo contrario: que los razonamientos de Spinoza, Ortega y Gasset o Zizek estuvieran escritos en poesía dadaísta.

“El teatro no puede convertirse en filosofía. De la misma manera que no lo hacen la poesía ni la música. Una obra nunca debe ser un ensayo desprovisto de alma”

Aunque errado, Acastos. ¿Para qué sirve el teatro? es un encomiable y apasionado esfuerzo de un laboratorio de dramaturgia, el Rivas Cherif del Centro Dramático Nacional, con el que Ernesto Caballero y un grupo de jóvenes intérpretes -presididos por la presencia algo más veterana de Carmen Gutiérrez– han hecho suyos unos “coloquios platónicos” de la escritora irlandesa Iris Murdoch. En ellos, la autora dio nueva voz a Sócrates y sus discípulos. Son cinco, Platón, de forma notoria, y cuatro amigos más: Mantias, Dexímenes, Callistos y Acastos.

No he leído los textos de Murdoch, que siguen inéditos en España, pero a tenor de lo visto, parece que rehizo lo que en su día -en su siglo- hizo Platón, creando una suerte de moderno simposio. Así llamaban los griegos a la reunión de varios ciudadanos para conversar mientras bebían, literalmente “beber vino juntos”. Casi desde el comienzo queda claro que no se va a responder a la pregunta planteada sino a una más ambiciosa: ¿qué es y para qué sirve el arte?

El planteamiento dramatúrgico es atractivo: Sócrates, Acastos y Mantias son en este laboratorio actrices. ¿Por qué no? Lo que importa es la voz y el pensamiento, y es gratificante ver a Carmen Gutiérrez dando aliento al sabio maestro al que todos escuchaban. Sócrates se vale de la mayéutica: les hace pensar y repensar sus posturas con reducciones y encaminamientos, preguntando y volviendo a preguntar hasta que ellos mismos llegan a sus propias respuestas. El Acastos del título cree que el arte debe ser verdad. Una verdad reflexiva y absoluta. Enfrente, principalmente, está Mantias, para quien el arte debe ser retórica y propaganda. Para ello, si hace falta, deberá ser censurado y controlado en su expresión. Entre líneas se escuchan ecos de todos los autoritarismos imaginables, desde los fascismos europeos al estalinismo. Hoy aún, muchos que se dicen demócratas creen que el arte debe aleccionar, instruir en el dogma del movimiento o la causa de turno. Lógicamente, el sabio Sócrates, así como Acastos, discrepa.

“Hoy aún, muchos que se dicen demócratas creen que el arte debe aleccionar, instruir en el dogma del movimiento o la causa de turno. Lógicamente, el sabio Sócrates discrepa”

El discípulo favorito de Sócrates y el que más tarde pondría sobre escrito todas aquellas conversaciones es Platón, que cree que el arte es mentira, una sombra que nos aleja de la verdad. Durante casi todo el montaje, el autor de Protágoras y El banquete permanece al margen, entre sombras precisamente, distante y altivo. El poeta desprecia las disquisiciones de sus compañeros, aunque al final entrará al juego.

Un bello remanso o rincón, con agua que corre en una fuente central, imagina un patio que podría ser griego o andaluz, en el que el reparto imita al teatro con pequeños movimientos: un cambio de lugar, una copa de vino servida… Pero al final, por mucho o poco que aporte la escenografía de Juan Sebastián Domínguez, estamos ante una conversación, una lectura dramatizada. O, más bien, una lectura filosofada.

Uno de los problemas en este Acastos es la complejidad y aridez de la idea elegida dada la edad del reparto. Enfrentar a jóvenes actores como los de este laboratorio a un Miura intelectual, un denso batido de ideas, tiene algo de crueldad por parte de su director o de masoquismo por parte del reparto. Hacen lo que pueden, se defienden, buscan su sitio. Unos están mejor que otros, lógicamente. Destacaría la sana ligereza de Óscar Allo y Ricard Balada, que lidian con Dexímenes y Callistos. Quizá porque Platón y Mantias son más intensos, es en su defensa, que realizan Pablo Quijano y Andrea Hermoso, donde más se ve el desajuste. El Acastos de Tábata Cerezo es un remanso de dulzura y tranquilidad -se agradece que no lo convierta en un guerrillero de las ideas- pero la actriz debe trabajar su dicción.

Entre unos y otros, debaten sobre el objeto y la esencia del teatro, la música, la pintura, la escultura… Surgen temas como la religión, la política, la bondad, la verdad, la necesidad o no de cambiar el mundo, la propia naturaleza del lenguaje… Es curioso cómo para la visión pragmática y dirigista del arte que tiene Mantias, el lenguaje debe crear al mundo y no ser su reflejo: es lo que vemos hoy en algunos movimientos sociales.

“Para la visión pragmática y dirigista del arte que tiene Mantias, el lenguaje debe crear al mundo y no ser su reflejo: es lo que vemos hoy en algunos movimientos sociales”

Pero todo esto es una larga conversación a la que el teatro no ha sido invitado. El vino de lo dionisiaco que defendía Nietzsche sólo es parte de la escenografía, pero no está en espíritu, sino como un elemento de atrezo, un convidado de piedra. El sexo es un tema de conversación constante, pero no puedo imaginar una función con menos sexo, entendido como sensualidad, carnalidad, vida y calor, que esta charla filosófica. Hace años, el profesor de filosofía Lou Marinoff se hizo popular -y probablemente rico- con un libro de divulgación que tituló, oportunamente, Más Platón y menos Prozac. La filosofía tenía la respuesta a nuestros problemas. Y es verdad, en gran parte. Pafraseando a Marinoff, me atrevería a decir que es así en general, pero no en escena, donde hace falta más vino (más ritual, más juego, más engaño) y menos Platón. A Platón les recomiendo que lo devoren, en grandes cantidades, en la soledad de su rincón de lectura favorito.


Dramaturgia: Investigación del Laboratorio Rivas Cherif a partir de textos de Iris Murdoch. Dirección: Ernesto Caballero. Reparto: Carmen Gutiérrez, Óscar Allo, Ricard Balada, Tábata Cerezo, Andrea Hermoso, Pablo Quijano. Escenografía, vestuario e iluminación: Juan Sebastián Domínguez. Asesor: Javier Gomá. Teatro María Guerrero (Sala de la Princesa). Madrid.

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