ITALIANESES
La Segunda Guerra Mundial es una historia de historias. Tantas, tan duras, que no alcanzan a agotarse y a dejar de ser interesantes. Italianeses, un monólogo del dramaturgo calabrés Saverio La Ruina interpretado por su paisano Riccardo Rigamonti, se detiene en un episodio no muy explorado: la suerte los italianos que quedaron atrapados, a la caída del fascismo, en campos de concentración albaneses. Mussolini había invadido al país vecino y miles de soldados y civiles se vieron olvidados allí durante décadas hasta que otro suceso histórico, el final del régimen comunista en 1991 -la larga onda expansiva de la caída del Muro de Berlín-, los convirtió por fin en personas libres.
Italianeses es en ese sentido teatro político e histórico. Pero su naturaleza, la delicadeza y sensibilidad de su protagonista y narrador, hacen que el monólogo busque, más que el mensaje, la emoción; más que la gran lección histórica, la memoria pequeña de un hombre sencillo vapuleado por unos y otros desde su nacimiento sin que él entienda por qué.
Italianeses es teatro político e histórico. Pero su naturaleza, la delicadeza y sensibilidad de su protagonista y narrador, hacen que el monólogo busque, más que el mensaje, la emoción
Tonino -cuya vida resume las de miles de prisioneros, investigadas por el autor- es el hijo de un prisionero italiano. Ha nacido y se ha criado en un campo de concentración albanés. Allí se ha convertido en un hábil sastre, aprendiendo de un viejo maestro, y allí conocerá al amor de su vida. Cuando por fin es liberado, irá en busca del padre del que le separaron al nacer y descubrirá que los apátridas lo son en todas partes. No eran ni italianos ni albaneses, sino “italianeses”.
Aunque no se habla aquí de holocaustos o exterminios masivos -este es un episodio menos sangriento-, como en todo campo de concentración suceden los abusos, las palizas, y habitan en sus esquina el miedo y la muerte. Pasarse cuarenta años, toda una vida, entre barracones y carceleros, ya es terrible de por sí.
En cierto modo, Italianeses y su protagonista recuerdan inevitablemente al Benigni de La vida es bella. Como aquel, Tonino es un ser tierno que asume los golpes de la vida con paciencia y humor. Italianeses logra introducir en el retrato de un hombre cuya vida ha sido erosionada por el viento de la historia alguna que otra ráfaga de comedia. Está en la mirada de Rigamonti, en sus respuestas a los guardias, en su paciencia humilde. Incluso la expresividad del intérprete recuerda por momentos a la de su célebre compatriota, aunque tiene el actor de este monólogo su propio sello personal, con una expresión corporal melancólica y un abundante empleo de las manos para vencer al vacío.
Italianeses es un bonito ejercicio de teatro sencillo -espacio vacío, el actor solo frente al público-, una narración que escarba en busca de las raíces de la memoria. Pero no es perfecto: su texto, que va y viene en el tiempo (esto es legítimo y podría ser un recurso brillante) es por momentos repetitivo y abunda en prosa que bien podrían ser limada o reescrita. Pasajes que a veces fallan en la forma -el autor retoma desordenadamente hilos de la historia- y en sustancia: no todo lo que le sucede a Tonino es apasionante. Su postergado cortejo a la que será su esposa llega a cansar, así como algún otro momento de la infancia.
Teatro povero y orgulloso de ello. Bien está. Pero, cuando no hay artificio, todo lo demás, historia, dirección e interpretación, deberían brillar por sí solos con mayor intensidad
Quizá en esa imperfeccción del texto resida también la de su intérprete. Rigamonti, italiano afincado en España, es un actor sin duda de recursos y cualidades (fue muy aplaudido por la crítica su anterior montaje, Kohlhaas), tiene una voz nítida y da vida aquí a un ser entrañable con soltura y entrega. Pero por momentos se convierte en una repetición de sí mismo, con gestos y movimientos que piden algo más de variedad.
Digamos, resumiendo, que me interesó y gustó en cierto modo Italianeses, pero es un traje con más de una costura a la vista. Teatro povero y orgulloso de ello. Bien está. Pero, cuando no hay artificio, todo lo demás, historia, dirección e interpretación, deberían brillar por sí solos con mayor intensidad.
Fotos: Pablo Llorente