Kafka en tiempos de cancelación

EL PROCESO

No estaba escrito, no era explícito en la declaración de intenciones previa del director, pero me resultó imposible no entrever en la adaptación de El proceso que ha estrenado el CDN una lectura del momento actual. Me refiero, claro, a la cultura de la cancelación. Insisto: no puedo afirmar que ésta haya sido la intención del director, Ernesto Caballero. Como se dice tanto ahora -perdón por la frase-cliché-, no tengo pruebas, pero tampoco dudas. Al menos dudas de que el texto de Kafka resuma a la perfección el contrasentido de estos días oscuros en los que la presunción de inocencia se ha convertido en un concepto incómodo y obsoleto para quienes imponen nuevas moralidades, tan rancias o más que las antiguas.

En El proceso, un ciudadano, Josef K., se enfrenta al sinsentido de un largo penar burocrático y judicial: ha sido acusado de algo (nunca llegaremos a saber de qué) y desde que unos siniestros policías se presentan un día en su casa, su caso va alargándose, mientras visita a funcionarios, jueces, amigos, vecinos y sacerdotes tratando de entender, de solucionar, de no ser arrollado. Lo “kafkiano” como adjetivo cobra fuerza en esta novela inacabada que, a la muerte de Kafka, fue editada con mimo por su amigo Max Brod, con un final abierto que parece el único posible: el proceso sigue, el sinsentido no tiene fin.

¿Cómo no acordarse de Joan Ollé viendo esta adaptación teatral? ¿Cómo no pensar en lo que ciertos “movimientos”, han hecho del ocaso de un genio como Woody Allen?

¿Cómo no acordarse de Joan Ollé viendo esta adaptación teatral? ¿Cómo no pensar en lo que ciertos “movimientos”, traducidos en hordas anónimas (la nueva policía no lleva uniforme, pero tiene redes sociales) han hecho del ocaso de un genio como Woody Allen?

"El proceso", de F. Kafka | Dirección: Ernesto Caballero

Lecturas al margen. Vayamos al hecho teatral. Ernesto Caballero es fiel a sus mejores virtudes. No es un director de llamativos sellos personales. Justo lo opuesto de algunos creadores cuyos montajes son firmas a gritos. Si nos soltaran en un teatro sin avisarnos sobre qué vamos a ver o quién lo dirige, nadie asiduo a los teatros dudaría, por diferentes motivos, de la autoría de una dirección de Andrés Lima, Calixto Bieito, Álex Rigola, Alfredo Sanzol… Cito solo algunos españoles. Caballero, como le sucedía a Miguel Narros o a Tamayo, es un creador discreto que vive en el ritmo y el conjunto, en el equilibrio. El propio Mario Gas encaja en este apartado. El buen teatro a menudo opaca a su creador.

Pertenecer a esta “escuela” es una opción perfectamente válida. No la única, claro, pero conviene no menospreciarla ni darla de lado. El proceso, como muchos otros montajes del que fuera director del CDN antes de Sanzol, es una lección de buen hacer teatral, en el que las entradas y salidas, los tonos, los juegos teatrales, no buscan epatar sino funcionar. Gigantes como Kubrick respondían a la figura del director sin sello propio (más allá de la vaga “genialidad” como denominador común y de, acaso, el uso de la música): cada una de sus películas fue incomparable a la anterior, como si las hubieran rodado directores diferentes. Lo digo por dejar claro que esta categoría no tiene por qué ser inferior a otras.

Me quedo, entre algunas otras imágenes, con una al comienzo de la función en la que los dos agentes arrastran al protagonista: él, de cara al público, la incapacidad para comprender; ellos, de espaldas, el anonimato del poder, los hombres sin rostros, los hombres grises de Momo, los “grises” del franquismo, los acusadores anónimos de Twitter. O las acusadoras -anónimas-del Institut del Teatre. La maquinaria no tiene rostro, porque no es humana. El aparato es poderoso y laberíntico. La deshumanización es también (permítanme la digresión) la de las empresas que someten al ciudadano a otros procesos: las reclamaciones contra chatbots y contestadores automáticos. Batallas perdidas de antemano, como la de Josef K.

Hay estupendos papeles además de Juan Carlos Talavera -qué enorme actor de reparto, habitual en los trabajos de Caballero- y Olivia Baglivi, un soplo de aire fresco que crea un par de personajes sensuales y misteriosos

¿Es El proceso, entonces, una gran función? Inevitablemente, no. Digo esto porque, de entrada, es una adaptación compleja. Como ya he comentado, de una novela y además inacabada. Una novela árida y descriptiva -aunque tiene muchos diálogos y momentos “teatrales”-, que es complicado convertir en material vivo sobre la escena. No entiendo la necesidad de apostar por este tipo de adaptaciones habiendo tantos buenos textos teatrales por estrenar o reestrenar. Aunque es legítimo y habitual, claro. Caballero firma la versión además de dirigir, y es en líneas generales interesante, evitando los lugares de tedio y repetición. El director opta por un extraño final, entre onírico y simbólico, que nos remite a una lectura pesimista de la obra (que tampoco es que sea la alegría de la huerta). Ahí lo dejaré para no destrozar la sorpresa, aunque diré que me dejó algo frío la solución elegida.

Volvemos a ver en El proceso a uno de los estupendos actores que tenemos en España, Carlos Hipólito, que se ahorma al papel como si hubiera sido escrito para él. Hipólito, que tantos seres ha sido, se presenta creíble como el ciudadano entre indignado y sorprendido, al principio, entregado casi podría decirse, al final. El tipo corriente que podríamos ser cualquiera cuando una maquinaria inesperada nos pasa por encima. Hay estupendos papeles además de Juan Carlos Talavera -qué enorme actor de reparto, habitual en los trabajos de Caballero- y Olivia Baglivi, un soplo de aire fresco que, con el escaso margen que deja la frialdad de Kafka, crea un par de personajes sensuales y misteriosos. En general, el reparto, con nombres de recorrido como Alberto Jiménez, Jorge Basanta o Paco Ochoa, hace un buen trabajo en una función en la que destacan las atmósferas creadas por la música de José María Sánchez Verdú y la iluminación, muy protagonista en más de una escena, de Paco Ariza.     


Autor: Franz Kafka. Versión y dirección: Ernesto Caballero. Intérpretes: Carlos Hipólito, Felipe Ansola, Olivia Baglivi, Jorge Basanta, Alberto Jiménez, Paco Ochoa, Ainhoa Santamaría, Juan Carlos Talavera Escenografía: Mónica Boromello. Iluminación: Paco Ariza. Vestuario: Anna Tussell. Música: José María Sánchez-Verdú. Espacio sonoro: Miguel Agramonte. Caracterización: Sara Álvarez. Movimiento: José Luis Sendarrubias. Teatro María Guerrero (Sala Grande). Madrid.

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